Adiós con el alma


28 Jun, 2018

Llegó el final del curso escolar para los docentes. Será uno más para muchos, uno menos para otros y el último para algunos, pero la situación de nuestro sistema educativo, la incertidumbre de las pensiones y por qué no lo decirlo, el cada vez más difícil desempeño de la profesión docente, ha generado que concretamente este curso escolar, lo que debiera ser una jubilación para algunos, sea una jubilación para muchos. Los números me darán la razón cuando se conozca el número en comparación con las del curso pasado por estas fechas.

No solo son cuestiones de finales de ciclo, económicas, sociales o laborales, juntas o por separado, también es una cuestión de desamparo, de desconfianza y de fragilidad, aspecto éste que influye mucho más que la pérdida económica.

Muchos son los que frente a la incertidumbre de la entrada en vigor del famoso factor de sostenibilidad y su revisión cada cinco años acumulativo, han optado por no arriesgarse, pese al anuncio del retraso en su entrada en vigor. Otros, temiendo la ampliación de la edad mínima para la jubilación y/o los años cotizados, o la base de éstos para el cálculo de las mismas, también han preferido dejar las aulas. No crean que es una decisión fácil, la precaria situación laboral de los jóvenes impide que muchos docentes puedan permitirse el lujo de jubilarse en tiempo y forma para no perder el paso del activo al pasivo y así poder seguir ayudando a sus hijos.

Los hay que ciertamente están cansados. Apenas tenían veintipocos años cuando sin nómina y con recibo, daban sus primeras clases a cuarenta almas con cuarenta grados o a menos cuatro. 

Pero luego están los que se han dejado durante una vida el corazón y el alma en su trabajo, los que se han adaptado y sabido adaptarse, obligados sin recompensa ni beneficio a siete leyes educativas, a las familias, a la sociedad, a los retos grupales, individuales, a las necesidades, propias y de alumnos. Aquellos que han conformado la sociedad que tenemos y que generación tras generación han hecho posible que hoy podamos estar leyendo estas letras, salvando vidas en un hospital o regulando el tráfico. Los que se marchan porque después de dar más que su profesionalidad, su cariño y afecto a casi mil quinientas vidas, y ser durante muchos de ellos reconocidos y queridos por sus alumnos y familias, asisten atónitos y con lágrimas en los ojos cómo en estos últimos años se duda de los docentes, cómo se pone entredicho cada acción, cada palabra, cada gesto, cada mirada. No sabe cuándo empezó a sentirse observada, no sólo a medir sus palabras, a medir lo que cada uno pudiera interpretar de las mismas.

No es un brindis al sol estas palabras. El Lunes una compañera me adelantaba su jubilación, una de esas a las que se le dice «de toda la vida». Ante mi extrañeza, pues le encanta su trabajo, y bien pudiera aguantar otros cinco años, me contestaba textualmente: «me da mucha pena, pero después de lo que le ha pasado a esa compañera, ya no tengo el corazón de antes».

Hoy no es un día cualquiera. A todos los que se han jubilado y lo harán, gracias por esas más de mil almas y por ese corazón, cansado de dar vida, cansado de que a veces se la quiten.

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